Mi experiencia en Etiopía se divide en dos momentos: año 2016 y año 2019. La primera vez que estuve en Etiopía, hubo una frase que enmarcó el contexto de mi viaje y que en todo momento me hizo mucho sentido.
“Son cosas chiquititas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizás desencadenen la alegría de hacer y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable” –Eduardo Galeano.
Llegar a Etiopía fue pisar en un terreno caótico y pausado. La capital es una ciudad marcada por construcciones sin acabar y una gran congestión de animales y autos. No hay calles delimitadas, cada quien maneja cómo y por donde quiere. Pero a pesar de eso, la gente vive con una calma increíble, con un caminar pausado y una quietud difícil de concebir en este contexto de caos.
Los primeros diez días conocí gran parte del sur de Etiopía. Recorrí diferentes pueblos, tribus y mercados. Esta parte del país está marcada por colores amarillos, rojos y anaranjados. El valle del Omo está habitado por dieciséis tribus, las cuales comienzan a establecerse desde un poco más abajo de la capital hasta el límite con Kenia. Conocí tres de ellas: Mursi, Hamer y Dasenech. Llevan un estilo de vida sedentario basado en la caza, ganado y recolección. Cada una se encuentra aislada y no se relacionan más que con uno que otro pequeño pueblo cercano que pueda haber. Viven en chozas de adobe y paja agrupadas en aldeas. Practican la poligamia, por lo que cada aldea está liderada por un hombre, quien tiene tantas casas como mujeres. A su vez, este hombre de la aldea conserva tantas mujeres como vacas tenga para conseguirlas, ya que una mujer es permutada por veintiún vacas.
También, visité diferentes mercados. Aquí se forman gigantes ferias donde se comercializan granos, artesanías y frutas, principalmente. Es un escenario cargado de colores, olores y cultura. En las carreteras o caminos es común ver camellos, monos, burros y hasta halcones. Marcan el camino de tierra gran cantidad de niños, jóvenes y adultos que caminaban kilómetros cargando agua, ramas o animales.
Después del viaje por el sur volví a la capital, Addis Abeba, y partimos a Muketurri. Ahí es donde me establecí dos meses, trabajando en el KG.
Muketurri es un pueblo rural en medio de un paisaje plano y seco donde los burros son el medio de transporte y carga primordial, y las cabras hacen el rol de perro callejero chileno. En esta parte del país ya no hay tribus, por lo que no se practica la poligamia y los habitantes están un más occidentalizados en cuanto a su vestimenta, por ejemplo. Muchos conocen a Alexis Sánchez, cada vez que lo nombran mi sentido de patria se afianza aun más.
Muke, tiene una calle principal de cemento rodeada de no más de siete cuadras de tierra a la redonda. Como diría yo, típico pueblo chico donde hay más botillerías que habitantes. La diferencia es que acá se perdieron en algún momento y las lecherías hacen el rol de botillerías.
Cada una cuadra hay locales para tomar café. Su cultura rige la vida de los etíopes y el momento de tomarlo trae consigo una ceremonia de dos días desde que se saca el grano hasta cuando se comienza a moler y prepararlo. También marcan las calles diferentes puestos de artesanías y frutas.
La vida acá, y en general en Etiopía, es como estar en una obra de teatro de lo absurdo. Es una ironía increíble.
Aquí viven en chozas de adobe y paja de no más de cinco metros cuadrados. Ahí dentro duerme toda la familia, se cocina a leña, se prenden fogatas para calentarse y a veces se puede encontrar uno que otro ternero. A los niños no les dan un nombre hasta los dos años. La probabilidad de que su vida dure mas que eso es escasa porque, literalmente, se mueren de hambre. A los siete años recién, a algunos pocos, los inscriben y les dan certificado de nacimiento. Pero en ese tramo, se fueron muchos niños a los que nunca los llamaron por su nombre ni que tuvieron una fecha en la cual celebrar su cumpleaños.
Las enfermedades se ven en niños y adultos. En los más chicos se nota en sus ojos y cabeza. A los niños con desnutrición se les forma un círculo naranjo alrededor del iris y les salen hongos en la cabeza. Son contadas con los dedos de una mano las veces que he visto a niños con sus ojitos blancos y su cabeza negra entera (exceptuando a los niños del KG, donde toman desayuno y almuerzan todos los días). En los más viejos se ve el desgaste en sus caras y espaldas. A medida que pasa el tiempo, su aspecto físico comienza a hacerse presente y los años pasan dos veces por sus cuerpos. Son adultos que crecieron cargando kilómetros. Aprendieron a caminar llevando agua en sus espaldas.
Y aquí ocurre una primera gran paradoja. Debido a la gran taza de desnutrición que afecta el crecimiento y desarrollo, los niños representan menos edad. Y al revés sucede al detenerse en los adultos. Llega un momento en que los niños de siete años dejan de verse de cinco años para llegar a los veinte y demostrar cuarenta.
La segunda paradoja, y acá es cuando recuerdo a una obra de teatro de lo absurdo y la parte increíble de la historia, es que no ha dejado de impresionarme y emocionarme que en este rincón del mundo sobra esperanza. La esperanza de tener agua al final del día hasta la confianza en un mundo mejor, más humano. Los niños corren sin zapatos, pero felices y llenos de vida. Cada vez que ven a un blanco gritan “forangi” (extranjero) y corren a tomarte la mano y caminar a tu lado. En los mercados y en las calles la gente se ríe y hasta baila contigo.
A pesar de todo, la gente es agradecida y feliz. Se valora la oportunidad de un nuevo día y se celebra el día a día. Porque así se vive en lugares donde la muerte es algo tan inminente y común: a corto plazo. Acá falta comida, atención médica, educación, ropa y a veces, hasta dignidad. Pero lo lindo es que la esperanza se ve en todos los rincones. Y entonces entendí lo que dice Cortázar cuando habla de ella con tanta certidumbre, estableciendo que “probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”.
El KG (Kindergarden) está constituido por tres niveles con dos cursos cada uno y la Sala Especial. A esta última recurren niños con necesidades especiales. Cabe destacar que en este país, tener una necesidad especial (parálisis cerebral, por ejemplo) se adjudica a una maldición. Por ello, estos niños son escondidos de la sociedad y muchas veces pasan su vida en la oscuridad de sus casas.
Los cursos van desde pre-kinder a primero básico y están formados por cincuenta alumnos por sala, aproximadamente. Los niños reciben clases de amárico (idioma etíope), oromo (dialecto de las principales tribus del sur), matemáticas, deporte, arte e inglés. Durante esos meses mi tarea fue tomar las clases de inglés de los seis cursos y capacitar a las profesoras.
Y cobra sentido la frase del comienzo. Son pequeñas cosas las que se pueden hacer acá. No voy a influir en el grado de razonamiento o abstracción que pueda alcanzar un niño, pero sí creo que estoy aportando un poco a su vida. Y el día de mañana va a poder enfrentarse al mundo de otra manera, al haber recibido, alguna vez, clases de una persona de piel blanca: las barreras se acortan y las puertas se abren al comprender que el color de piel no conlleva más que un prejuicio. Y así, la realidad se transforma con pequeñas acciones y actitudes.
Luego de tres años de este primer viaje a Etiopía, volví. Esta vez, recorrí el norte del país, lleno de templos y monasterios, de ceremonias y simbolismos. Estuve en Lalibela durante la época de fiestas. Para llegar a este lugar, miles de peregrinos caminan días y meses para celebrar, el 7 de enero (que mágicamente coincide con mi cumpleaños), la navidad etíope en la que es la representación simbólica de Tierra Santa. Las 11 iglesias de Lalibela, Patrimonio de la Humanidad, fueron talladas en la misma roca (unidas por paredes, túneles o pasadizos) durante el siglo VII.
Recorrí también el desierto de Danakil. National Geographic lo nombró como el lugar más cruel de la tierra. Tiene colores fosforescentes, los cuales, se deben a la gran cantidad de azufre, sulfuro y sal. Escalé una montaña (sin zapatos porque es una tierra sagrada para los etíopes) para llegar a un lugar llamado Abuna Yemata Guh: una iglesia del siglo V que fue excavada por un egipcio Yemata que caminó hasta Etiopía. Según Lonely Planet, es uno de los lugares de culto más inaccesibles del planeta. Me impresionó estar esta segunda vez en un contexto de tanto regocijo y devoción.
Tuve la increíble oportunidad de conocer un colegio con el mismo programa educativo que se aplica en el que yo trabajo en Chile y fue increíble ver que en ambos contextos, en ambos rincones del mundo, se promueve la educación basada en el respeto y valoración por la diversidad. Hoy en día, a mi juicio, ese es de los aspectos más importantes a considerar en educación.
Al fin, volví a Muke Turi! Trabajé en el KG y en los poblados, donde hay comedores para las comunidades rurales y construcciones de pozos. En el KG estuve unas semanas con las profesoras, acompañándolas y ayudando en el proceso de creación de los planes y programas de estudio del colegio. Luego, apoyé en los medical check up y en los controles de niños desnutrición que se realizan mensualmente en el KG. Finalmente, ayudé a tomar muestras para una investigación española que busca respuestas en la relación entre la calidad de leche materna de las mujeres etíopes y el desarrollo neuronal de sus niños.
Regresé a Etiopía con el objetivo de cerrar esas ganas que tenía de ir de nuevo. Apenas pisé el aeropuerto, me di cuenta que soy feliz en el caos del país y que no volvía para finalizar procesos, sino para comprender que África ya es parte de mi vida y mi otro lugar en el mundo. Y es evidente: uno siempre vuelve a los lugares donde amó la vida.